Zoilo y sus pequeñas cosas
Etiopia, Eritrea, Djibouti, Kenia y Burundi, «¡qué nombres tan raros!», pensó Zoilo. Enseguida se dio cuenta de que su nombre tampoco era muy común y de que siempre tenía que repetirlo al menos dos veces para que la gente lo entendiera.
La profesora hablaba de la sequía en aquellos países de nombres extraños. Zoilo siempre había pensado que el tercer mundo era un planeta muy lejano donde vivían esos negritos con la tripa hinchada. Tan lejos estaban de la Tierra que nadie podía ayudarles. Hoy había descubierto con indignación que no era otro planeta sino que formaba parte del suyo.
La profesora ahora hablaba de otras cosas, pero Zoilo estaba ensimismado, seguía pensando en el problema de la sequía. A él no le gustaba nada la lluvia, no podía salir a jugar, tenía que abrigarse, hacía frío y por si fuera poco su madre le obligaba a llevar el dichoso paraguas. Además, al igual que su perro Trasgu, le daban miedo las tormentas con sus relámpagos y truenos. En ese momento tuvo una idea brillante: ¡llevar nubes a los países del tercer mundo que necesitaran agua! Claro, llevar agua sería muy difícil, porque pesa mucho y gran parte se perdería por el camino. Sería más fácil si llevara una nube que creciera y creciera hasta romper a llover y así regaría aquellos países desérticos. El único problema era que las nubes están muy altas; tendría que escalar una montaña si quería llegar hasta ellas.
En ese momento sonó el timbre.
—Recordar que mañana tenéis que traer firmada la autorización de vuestros padres para la excursión al aeropuerto—dijo la profesora intentando hacerse oír entre los ruidos de las sillas y las mesas.
«¡Eso es, el aeropuerto!»—pensó Zoilo. Allí podría subirse a un avión y cazar una nube. Se fue a casa pensando en todos los preparativos que tenía que hacer para el día siguiente.
Zoilo abrió los ojos justo antes de que sonara el despertador que le regaló su tía, era un despertador con forma de tigre que emitía fieros rugidos en lugar del típico sonido. Intentó recordar lo que había soñado. Nada, no había soñado nada, hacia mucho tiempo que no soñaba.
Una vez aseado y desayunado se abotonó su chaquetita de pana, cogió su almuerzo, lo metió en su mochila roja junto con su caja de recuerdos y salió a la calle. Nunca se separaba de aquella cajita. Era un pequeño cofre, muy antiguo, hecho de marfil y remachado con latón. Se lo trajo su abuelo de Marruecos y desde entonces, guardaba en ese él sus más preciados tesoros. Tenía que ser muy cuidadoso y guardar sólo pequeñas cosas, pues no había mucho espacio en esa cajita. Había metido un grano de arena de la playa, un pendiente de su madre, un pelo del bigote de su padre, una pulga de Trasgu, un ala de mariposa y la pata de un saltamontes, pétalos de flores, semillas un papelito con el número 21, su número de la suerte, y un copo de nieve que se debía de haber comido la pulga a modo de helado antes de escaparse. En él iba a meter el trocito de nube que luego haría crecer.
En todo esto pensaba Zoilo cuando, por fin, llegaron al aeropuerto. La profesora comenzó con su retahíla:
—No os separéis—dijo—. Ahora colocaros por parejas y empezad a bajar del autobús en orden para que yo os cuente.
Abajo les esperaba una señorita con chaqueta verde.
—Buenos días pequeños, bienvenidos al aeropuerto. Os voy a guiar en vuestra visita a nuestro centro. Podéis hacerme todas las preguntas que queráis—dijo mirando todas las caras—. Veo que estáis bien despiertos. Debéis estarlo si no os queréis perder como malas maletas.
¿Maletas?, ni Zoilo ni ninguno de sus compañeros entendía nada. ¿Acaso tenían cara de maletas ellos?
—Durante un día vais a ser unas perfectas maletitas cargadas con cosas. Cada uno debe de pensar qué lleva dentro y adonde va a ir. «Yo iré lleno de nubes»—pensó Zoilo contento.
—Yo voy a llevar bañadores y toallas—contestó Raúl riendo—. ¡Me voy a la playa!
—¡Yo quiero estar cargado de chocolate!—gritó Tomás.
—Muy bien, pues si estáis bien abrochados empezamos nuestro viaje—dijo la mujer—. ¿Por donde entrarías vosotros, por esta puerta que pone salidas o por esa otra que pone llegadas?
—Lógicamente por...—empezó a contestar Raúl, pero de pronto se dio cuenta de que no era tan lógico—. ¿No hay una puerta que ponga entradas?
—Salidas quiere decir que vais a salir de viaje, y llegadas que venís de fuera y acabáis de aterrizar—comentó sonriente la mujer—. Así que, a menos de que queráis iros del aeropuerto sin siquiera entrar, iremos por la puerta de salidas.
Y por ahí entraron todos. Llegaron a una gran sala y la mujer verde les llevó directamente al fondo donde había unos mostradores.
—Aquí es donde se factura—explicó—. Es donde vosotros os meteréis en los interiores del aeropuerto.
De uno en uno los niños se sentaron en la cinta transportadora, mientras una empleada les ponía una etiqueta en la muñeca. Todos estaban pendientes de lo que pesaba cada uno ya que aparecía en una pantallita del mostrador.
—En la etiqueta que os están poniendo está escrito el país y el avión en el que vais. Más os vale no perderla porque si no os tendremos que llevar a objetos perdidos y os perdereis la visita—dijo sonriendo la mujer de verde.
La cinta transportadora les sacó de la sala grande y les llevó por distintos pasillos. Zoilo pensó que aquello era como el trenecillo de la bruja de la feria del pueblo. Pronto llegaron a otra sala.
—En esta sala es donde se reparten todas las maletas, cada una en función de su etiqueta—dijo la señora de verde que había vuelto a aparecer como por arte de magia—. Estos operarios mirarán vuestras etiquetas y os pondrán en el carrillo que vaya al avión que pone en ellas. Después los guardias civiles os pasarán bajo ese arco detector de metales, para ver si entre lo que habéis decidido llevar dentro hay algo peligroso.
Zoilo levantó la mano para que se viera bien su etiqueta, estaba ansioso por montarse en el avión y comenzar su misión. Además con lo que él llevaba, no había riesgo de pitar bajo aquel arco. Los hombres fueron cogiendo a los niños y los subieron a varios carritos que engancharon, ¡aquello era un verdadero trenecillo!
—Bueno, ¿estáis preparados para salir a la plataforma, donde están todos los aviones?—dijo la mujer de verde que iba en la locomotora que tiraba de todo el tren de maletas—. Pues, ¡en ruta!
Había un montón de aviones, grandes, pequeños, inmensos, de colores, y otro montón más de cochecillos y camiones que circulaban bajo sus alas. Los niños miraban desde su tren alucinados.
—Vamos a dar una vuelta por la plataforma hasta llegar a nuestro avión—dijo la mujer—. Todos los camiones que veis aquí son para preparar los aviones para su vuelo. Unos les echan combustible, otros reparan posibles daños y otros los cargan con comida para los pasajeros.
—Ese camión rojo que veis ahí es del SEI, Servicio de extinción de incendios—continuó la mujer—. Son los bomberos del aeropuerto.
Zoilo levantó la cabeza, quería asegurarse de que hubiese alguna nube que coger cuando consiguiera subir en el avión. Allí estaban, no había problema. De pronto vio un pájaro enorme sobre sus cabezas.
—Hay un pájaro sobrevolándonos—dijo señalando al cielo.
—Es un halcón—dijo la mujer mirando a Zoilo—. Tienen una misión muy importante en el aeropuerto: están amaestrados para espantar a otros pájaros. Si un pájaro chocase contra el motor de un avión cuando está despegando, podría romperlo y provocar un accidente. Por eso los halcones son muy importantes.
Todos los niños miraron hacia el cielo sorprendidos. La mujer de verde continuó:
—Esa torre que veis ahí a lo lejos es donde están los controladores. Ellos se ocupan de guiar a los aviones. Como están altos pueden ver a los aviones que vienen a lo lejos y les indican cómo alinearse con la pista para que puedan aterrizar correctamente. También les guían en tierra hasta su puesto.
—Y ¿cómo pueden aparcar si no tienen retrovisores?—preguntó un niño.
—Para eso están los señaleros—contestó la mujer de verde—. Con una paleta en cada mano estos operarios indican al piloto como se tiene que mover para dejar el avión bien aparcadito.
—¡Ya hemos llegado!—exclamó la mujer—. Aquí está nuestro avión. Creo que ya es hora de dejar de ser maletas a no ser que os querais meter en la fría bodega del avión, ese agujero que veis ahí, y que os aseguro está más frío que un congelador.
Cuando el tren se paró los niños comenzaron a bajar. Zoilo empezó a pensar. Tenía que encontrar una manera de separarse del grupo sin ser visto. Tenía que conseguir subirse en aquel avión.
—Mirar, ¡una escalera andante!—gritó Raúl.
—Sirve para que los pasajeros suban al avión—contestó sonriendo la mujer—. Y ese autobús que veis detrás, se llama jardinera y es el que trae a todos los pasajeros que van a volar en este avión.
—¡Qué suerte!—exclamaron todos los niños al unísono.
—Bueno chicos, hay que volver ya que vuestra profesora os estará esperando, vamos a subirnos en una de estas jardineras que se han quedado libres y ya en el aeropuerto os invitaré a un buen chocolate en la cafetería.
—¡Bien!—gritaron todos los niños.
«Esta es mi última oportunidad—pensó Zoilo—. Tengo subir en el avión».
Sin que nadie se diese cuenta, Zoilo se separó del grupo y se colocó en la cola de los hombres y mujeres que iban a subir al avión. Subió escalón a escalón hasta que entró. En la puerta había una azafata que le dijo:
—Buenos días pequeño, ¿cuál es tu asiento?
—El 21a—dijo Zoilo sin pensar.
—Que tengas un buen vuelo—contestó la azafata amablemente.
«¡Lo había conseguido!—pensó Zoilo mientras avanzaba hacia su sitio—. Sólo espero que el asiento que he dicho esté libre».
Así era, el 21a estaba vacío. Se sentó y comenzó a mirar como una azafata explicaba donde estaba el chaleco y cómo ponerse el cinturón. El avión se comenzó a mover. Zoilo se imaginaba a los señaleros abajo, con su baile de paletas. De pronto comenzó a acelerar. Zoilo miró por la ventana, ya estaban en la pista. Siguió acelerando hasta que despegó. Zoilo tenia un gusanillo en la tripa, nunca antes había volado y le pareció algo mágico. Sacó su cofrecillo de la mochila dispuesto a abrir la ventanilla y coger una nube en cuanto llegaran a su altura. Había unas nubes preciosas, como de algodón.
—¿Donde vamos?—preguntó Zoilo a su compañero.
—A Burundi—respondió éste—. ¿A donde sino? y le guiñó un ojo.
—¿Y dónde está exactamente Burundi?—pregunto Zoilo—. Lo he estudiado pero ahora no recuerdo.
—Pues esta en grrrrr, grrrrrr, ¡GRRRRUAUUU!—Comenzó a rugir y a aullar
como una fiera.
Zoilo abrió los ojos, miró su despertador en forma de tigre, que no paraba de aullar. Se puso muy triste, todo había sido un sueño, nada más. Luego se le encendieron los ojillos, ¡recordaba su sueño! Zoilo cogió su cajita la abrió y se concentró durante unos segundos, después la cerró fuertemente. Había guardado su sueño para siempre.
La profesora hablaba de la sequía en aquellos países de nombres extraños. Zoilo siempre había pensado que el tercer mundo era un planeta muy lejano donde vivían esos negritos con la tripa hinchada. Tan lejos estaban de la Tierra que nadie podía ayudarles. Hoy había descubierto con indignación que no era otro planeta sino que formaba parte del suyo.
La profesora ahora hablaba de otras cosas, pero Zoilo estaba ensimismado, seguía pensando en el problema de la sequía. A él no le gustaba nada la lluvia, no podía salir a jugar, tenía que abrigarse, hacía frío y por si fuera poco su madre le obligaba a llevar el dichoso paraguas. Además, al igual que su perro Trasgu, le daban miedo las tormentas con sus relámpagos y truenos. En ese momento tuvo una idea brillante: ¡llevar nubes a los países del tercer mundo que necesitaran agua! Claro, llevar agua sería muy difícil, porque pesa mucho y gran parte se perdería por el camino. Sería más fácil si llevara una nube que creciera y creciera hasta romper a llover y así regaría aquellos países desérticos. El único problema era que las nubes están muy altas; tendría que escalar una montaña si quería llegar hasta ellas.
En ese momento sonó el timbre.
—Recordar que mañana tenéis que traer firmada la autorización de vuestros padres para la excursión al aeropuerto—dijo la profesora intentando hacerse oír entre los ruidos de las sillas y las mesas.
«¡Eso es, el aeropuerto!»—pensó Zoilo. Allí podría subirse a un avión y cazar una nube. Se fue a casa pensando en todos los preparativos que tenía que hacer para el día siguiente.
Zoilo abrió los ojos justo antes de que sonara el despertador que le regaló su tía, era un despertador con forma de tigre que emitía fieros rugidos en lugar del típico sonido. Intentó recordar lo que había soñado. Nada, no había soñado nada, hacia mucho tiempo que no soñaba.
Una vez aseado y desayunado se abotonó su chaquetita de pana, cogió su almuerzo, lo metió en su mochila roja junto con su caja de recuerdos y salió a la calle. Nunca se separaba de aquella cajita. Era un pequeño cofre, muy antiguo, hecho de marfil y remachado con latón. Se lo trajo su abuelo de Marruecos y desde entonces, guardaba en ese él sus más preciados tesoros. Tenía que ser muy cuidadoso y guardar sólo pequeñas cosas, pues no había mucho espacio en esa cajita. Había metido un grano de arena de la playa, un pendiente de su madre, un pelo del bigote de su padre, una pulga de Trasgu, un ala de mariposa y la pata de un saltamontes, pétalos de flores, semillas un papelito con el número 21, su número de la suerte, y un copo de nieve que se debía de haber comido la pulga a modo de helado antes de escaparse. En él iba a meter el trocito de nube que luego haría crecer.
En todo esto pensaba Zoilo cuando, por fin, llegaron al aeropuerto. La profesora comenzó con su retahíla:
—No os separéis—dijo—. Ahora colocaros por parejas y empezad a bajar del autobús en orden para que yo os cuente.
Abajo les esperaba una señorita con chaqueta verde.
—Buenos días pequeños, bienvenidos al aeropuerto. Os voy a guiar en vuestra visita a nuestro centro. Podéis hacerme todas las preguntas que queráis—dijo mirando todas las caras—. Veo que estáis bien despiertos. Debéis estarlo si no os queréis perder como malas maletas.
¿Maletas?, ni Zoilo ni ninguno de sus compañeros entendía nada. ¿Acaso tenían cara de maletas ellos?
—Durante un día vais a ser unas perfectas maletitas cargadas con cosas. Cada uno debe de pensar qué lleva dentro y adonde va a ir. «Yo iré lleno de nubes»—pensó Zoilo contento.
—Yo voy a llevar bañadores y toallas—contestó Raúl riendo—. ¡Me voy a la playa!
—¡Yo quiero estar cargado de chocolate!—gritó Tomás.
—Muy bien, pues si estáis bien abrochados empezamos nuestro viaje—dijo la mujer—. ¿Por donde entrarías vosotros, por esta puerta que pone salidas o por esa otra que pone llegadas?
—Lógicamente por...—empezó a contestar Raúl, pero de pronto se dio cuenta de que no era tan lógico—. ¿No hay una puerta que ponga entradas?
—Salidas quiere decir que vais a salir de viaje, y llegadas que venís de fuera y acabáis de aterrizar—comentó sonriente la mujer—. Así que, a menos de que queráis iros del aeropuerto sin siquiera entrar, iremos por la puerta de salidas.
Y por ahí entraron todos. Llegaron a una gran sala y la mujer verde les llevó directamente al fondo donde había unos mostradores.
—Aquí es donde se factura—explicó—. Es donde vosotros os meteréis en los interiores del aeropuerto.
De uno en uno los niños se sentaron en la cinta transportadora, mientras una empleada les ponía una etiqueta en la muñeca. Todos estaban pendientes de lo que pesaba cada uno ya que aparecía en una pantallita del mostrador.
—En la etiqueta que os están poniendo está escrito el país y el avión en el que vais. Más os vale no perderla porque si no os tendremos que llevar a objetos perdidos y os perdereis la visita—dijo sonriendo la mujer de verde.
La cinta transportadora les sacó de la sala grande y les llevó por distintos pasillos. Zoilo pensó que aquello era como el trenecillo de la bruja de la feria del pueblo. Pronto llegaron a otra sala.
—En esta sala es donde se reparten todas las maletas, cada una en función de su etiqueta—dijo la señora de verde que había vuelto a aparecer como por arte de magia—. Estos operarios mirarán vuestras etiquetas y os pondrán en el carrillo que vaya al avión que pone en ellas. Después los guardias civiles os pasarán bajo ese arco detector de metales, para ver si entre lo que habéis decidido llevar dentro hay algo peligroso.
Zoilo levantó la mano para que se viera bien su etiqueta, estaba ansioso por montarse en el avión y comenzar su misión. Además con lo que él llevaba, no había riesgo de pitar bajo aquel arco. Los hombres fueron cogiendo a los niños y los subieron a varios carritos que engancharon, ¡aquello era un verdadero trenecillo!
—Bueno, ¿estáis preparados para salir a la plataforma, donde están todos los aviones?—dijo la mujer de verde que iba en la locomotora que tiraba de todo el tren de maletas—. Pues, ¡en ruta!
Había un montón de aviones, grandes, pequeños, inmensos, de colores, y otro montón más de cochecillos y camiones que circulaban bajo sus alas. Los niños miraban desde su tren alucinados.
—Vamos a dar una vuelta por la plataforma hasta llegar a nuestro avión—dijo la mujer—. Todos los camiones que veis aquí son para preparar los aviones para su vuelo. Unos les echan combustible, otros reparan posibles daños y otros los cargan con comida para los pasajeros.
—Ese camión rojo que veis ahí es del SEI, Servicio de extinción de incendios—continuó la mujer—. Son los bomberos del aeropuerto.
Zoilo levantó la cabeza, quería asegurarse de que hubiese alguna nube que coger cuando consiguiera subir en el avión. Allí estaban, no había problema. De pronto vio un pájaro enorme sobre sus cabezas.
—Hay un pájaro sobrevolándonos—dijo señalando al cielo.
—Es un halcón—dijo la mujer mirando a Zoilo—. Tienen una misión muy importante en el aeropuerto: están amaestrados para espantar a otros pájaros. Si un pájaro chocase contra el motor de un avión cuando está despegando, podría romperlo y provocar un accidente. Por eso los halcones son muy importantes.
Todos los niños miraron hacia el cielo sorprendidos. La mujer de verde continuó:
—Esa torre que veis ahí a lo lejos es donde están los controladores. Ellos se ocupan de guiar a los aviones. Como están altos pueden ver a los aviones que vienen a lo lejos y les indican cómo alinearse con la pista para que puedan aterrizar correctamente. También les guían en tierra hasta su puesto.
—Y ¿cómo pueden aparcar si no tienen retrovisores?—preguntó un niño.
—Para eso están los señaleros—contestó la mujer de verde—. Con una paleta en cada mano estos operarios indican al piloto como se tiene que mover para dejar el avión bien aparcadito.
—¡Ya hemos llegado!—exclamó la mujer—. Aquí está nuestro avión. Creo que ya es hora de dejar de ser maletas a no ser que os querais meter en la fría bodega del avión, ese agujero que veis ahí, y que os aseguro está más frío que un congelador.
Cuando el tren se paró los niños comenzaron a bajar. Zoilo empezó a pensar. Tenía que encontrar una manera de separarse del grupo sin ser visto. Tenía que conseguir subirse en aquel avión.
—Mirar, ¡una escalera andante!—gritó Raúl.
—Sirve para que los pasajeros suban al avión—contestó sonriendo la mujer—. Y ese autobús que veis detrás, se llama jardinera y es el que trae a todos los pasajeros que van a volar en este avión.
—¡Qué suerte!—exclamaron todos los niños al unísono.
—Bueno chicos, hay que volver ya que vuestra profesora os estará esperando, vamos a subirnos en una de estas jardineras que se han quedado libres y ya en el aeropuerto os invitaré a un buen chocolate en la cafetería.
—¡Bien!—gritaron todos los niños.
«Esta es mi última oportunidad—pensó Zoilo—. Tengo subir en el avión».
Sin que nadie se diese cuenta, Zoilo se separó del grupo y se colocó en la cola de los hombres y mujeres que iban a subir al avión. Subió escalón a escalón hasta que entró. En la puerta había una azafata que le dijo:
—Buenos días pequeño, ¿cuál es tu asiento?
—El 21a—dijo Zoilo sin pensar.
—Que tengas un buen vuelo—contestó la azafata amablemente.
«¡Lo había conseguido!—pensó Zoilo mientras avanzaba hacia su sitio—. Sólo espero que el asiento que he dicho esté libre».
Así era, el 21a estaba vacío. Se sentó y comenzó a mirar como una azafata explicaba donde estaba el chaleco y cómo ponerse el cinturón. El avión se comenzó a mover. Zoilo se imaginaba a los señaleros abajo, con su baile de paletas. De pronto comenzó a acelerar. Zoilo miró por la ventana, ya estaban en la pista. Siguió acelerando hasta que despegó. Zoilo tenia un gusanillo en la tripa, nunca antes había volado y le pareció algo mágico. Sacó su cofrecillo de la mochila dispuesto a abrir la ventanilla y coger una nube en cuanto llegaran a su altura. Había unas nubes preciosas, como de algodón.
—¿Donde vamos?—preguntó Zoilo a su compañero.
—A Burundi—respondió éste—. ¿A donde sino? y le guiñó un ojo.
—¿Y dónde está exactamente Burundi?—pregunto Zoilo—. Lo he estudiado pero ahora no recuerdo.
—Pues esta en grrrrr, grrrrrr, ¡GRRRRUAUUU!—Comenzó a rugir y a aullar
como una fiera.
Zoilo abrió los ojos, miró su despertador en forma de tigre, que no paraba de aullar. Se puso muy triste, todo había sido un sueño, nada más. Luego se le encendieron los ojillos, ¡recordaba su sueño! Zoilo cogió su cajita la abrió y se concentró durante unos segundos, después la cerró fuertemente. Había guardado su sueño para siempre.
Por Vanlu & Ehla